Inmersión en la I Guerra Mundial. Desde varios ángulos. Con distintas perspectivas. En diferentes formatos. Sí, este año toca. Qué maña tiene el hombre, en genérico, para crear acontecimientos que marcan un antes y un después en la historia de su paso por la Tierra. Ni en el peor de los sueños infernales El Bosco hubiera imaginado semejante degradación de la vida humana. Pues bien, trasladémonos agosto de 1914 para conocer un poco más de la magnitud de la catástrofe.
En este año, como no podía ser de
otra manera, las posibilidades de leer sobre la guerra centenaria son
múltiples, seguramente excesivas, hay que seleccionar para acomodar los gustos
de cada cual al género, estilo, autor/a… preferidos. El abanico es amplísimo y
el riesgo de sobredosis muy elevado. No
obstante, lo quiero todo y me he arremangado con tres obras muy diferentes.
Por casualidad, me topé con 14 de Jean Echenoz. A
través de la literatura me quedé enganchada a la historia. El gusanillo de
saber más, de ir directamente a la realidad y pregunté. Un buen amigo me
aconsejó Los cañones de agosto.
Treinta y un días de 1914 que cambiaron la faz del mundo de Barbara
Tuchman. Un ensayo que mereció un premio Pulitzer en 1962. Pero me faltaba
un enfoque que completara el panorama, unas memorias de alguien que estuvo en
la guerra, testimonio de primera mano: Cuadernos
de guerra 1914-1918 de Louis Barthas Ya sí, lo tengo casi todo.
Un recorrido apasionante, si se
puede utilizar este adjetivo, o una bajada a los infiernos, abordado desde distintas propuestas. La imaginación y la
recreación que es capaz de aportar la
literatura. El verismo, la exactitud y la realidad de los hechos comprobados
compuestos en un ensayo. Y como colofón, el testimonio directo de alguien que
participó y sufrió los hechos relatados, la frescura e intensidad de las
memorias o diarios. Tres propuestas muy diferentes. Se pueden abordar por
separado o complementándose. Tres sabores diferentes a cual más impactantes.
Junto a Anthime y su grupo de
amigos de la Vendée, podemos sumergirnos en la experiencia de la guerra y en el
precio que se vieron obligados a pagar miles de personas al verse involucrados
en la misma.
Es mi primera relación con Echenoz
y me ha dejado muy buen sabor. Conciso,
preciso, natural. Como si las
palabras fluyeran sin esfuerzo y de la manera más natural va narrando
situaciones y hechos que seguramente adquieren toda su dimensión cuando se
abordan de frente y despojados.
Sus frases tienen el sello de los
excelentes narradores. Frases incesantes, de esas que para
cuando llega el punto estás al tanto de varios sucesos, o te ha descrito
completamente una escena, o llevado de
un detalle a otro sin darte cuenta. Vas de la mano de sus palabras, enganchadas
por comas. Un puro deslizar.
“Retumbar de los cañones en bajo
continuo, lluvia de proyectiles barométricos y de contacto de todos los
calibres, balas que silban, restallan, suspiran o gimen según la trayectoria,
ametralladoras, granadas y lanzallamas, la amenaza viene de todas partes: de
arriba de los aviones y de los disparos de los obuses, de enfrente de la
artillería enemiga, y aun de abajo cuando, creyendo disfrutar de un momento de
calma en el fondo de la trinchera donde intenta uno dormir, oye al enemigo
cavar sordamente debajo de aquella misma trinchera, debajo de uno mismo,
abriendo túneles donde colocará minas con el fin de destruirla y a él con ella”
No obstante, también regala imágenes bellas y creativas
transformando realidades que no lo son en absoluto. “Y así,
las dimensiones de la ciudad, vaciada de los varones como si se los hubieran
tragado, parecen haberse extendido: aparte de las mujeres, Blanche sólo ve a
ancianos y chiquillos, cuyos pasos suenan a hueco como en un traje demasiado
holgado”
Un buen relato siempre desprende
temas o aspectos que se descuelgan del argumento y te invitan a quedarte con
ellos, aunque sea por breve tiempo. Eso ocurre con la gran dosis de brutalidad de la guerra y el poco brillo
de la misma. Muertes sin banda sonora que las glorifique. No por ser tema
recurrente cuando se habla de tragedias e injusticias sin fin, deja de
asombrar. La facilidad del hombre para ponerse al borde del abismo, perderlo
todo y no aprender nada.
El manejo asesino con el que se manipula
la existencia de la gente, cómo se deshumaniza
a la vez que se cuantifica. De persona a mero número. Si ese proceso no se
hace es imposible tolerar esas masacres en el anonimato que se producen en las
batallas.
Las situaciones sin salida. Encontrarse de la noche a la mañana, en
situaciones no buscadas. El tener que ir al
frente. El no poder escapar de tu destino. Delante está el enemigo, detrás la
amenaza de un consejo de guerra si sugieres que aquella guerra no va contigo, y
debajo, junto a ti, en la trinchera, las ratas, piojos y pulgas que se acomodan
pasando a compartirlo todo con el soldado.
Un buen destino.
Y por encima de todo, la inocencia. El jugársela a todo o
nada para millones de personas en las que la partida no permite perder una
segunda o tercera vida. Sólo hay una y se pierde vaya a saber por qué.
Los cañones de agosto. Treinta y
un días de 1914 que cambiaron la faz del mundo, Barbara
Tuchman (1962)
La Tuchman realizó un trabajo de
investigación, a medio camino entre el
quehacer histórico y el periodístico, que dio como resultado un ensayo riguroso
y ameno. Crónica minuciosa del
primer mes de la guerra. Casi se puede seguir a tiempo real, a cada día, cada
hora (no sé como algún avispado productor cinematográfico no ha realizado una
serie de esas que narran casi casi a tiempo real los sucesos) junto a un mapa
dibujando las estrategias y caracterizando a los protagonistas que deciden
sobre la oportunidad de vivir o de morir de miles de hombres, todo el acontecer
de los movimientos iniciales de la guerra. No perdiendo de vista frases,
comunicados, conversaciones de sus protagonistas, un lujo. Qué valor adquiere
la narración al apoyarse en el rigor del
dato exacto, eliminando en todo
lo posible, juicios o apreciaciones personales. La acción se desarrolla a
través de lo qie dijo e hizo uno u otro. Los resultados son ya historia. Y todo
ello sin que el libro no se caiga de las manos porque resulta ameno. Conseguir esto no es fácil nunca
y menos cuando se sabe de antemano el desenlace. El peso de la narración recae
en el cómo, quién y por qué. Se trata únicamente del primer mes de la guerra y
la narración acaba en todo lo alto, con ganas de más.
Hay tres aspectos que han llamado
mi atención. En primer lugar una cuestión de intendencia, la importancia de las comunicaciones. Vivimos una época
en la que las comunicaciones, el poder hablar en un clic con un “amigo” de la
China al que no conoces es ya una necesidad para no ofrecer una imagen de
cavernícola, nos han subsumido, fagotizado. Hay que estar conectado con todos y
en todo momento, todo un trabajo fatigoso (aunque en ciertas ocasiones sea
sencillamente maravilloso). Bueno pues a principios del siglo XX las comunicaciones
eran muy precarias y leyendo el libro de Barbara tomas consciencia de las
dificultades de los mandos militares para consultarse, coordinarse o
recriminarse, según el caso. En ocasiones los ejércitos, distantes por muy
pocos kilómetros entre sí, no sabían los unos de la existencia de los otros. Y
pensar que si ahora subo a la azotea de mi casa y saludo, por poco que alguien
medianamente aburrido esté en google earth, o similar, me podrá ver hacer
gestos de loca en Tucson (Virginia), pongo por caso.
Que no hay nada permanente y no
todo cambia es una perogrullada, y aquel que no lo quiera ver se engaña, pero
la I Guerra Mundial marcó una gran diferencia a la hora de entender el quehacer
de matarse unos a otros en masa. Desde que Aquiles y Héctor se enfrentaron
cuerpo a cuerpo demostrando destreza, honor, valentía… ha llovido bastante. No
obstante los ejércitos llegaron al siglo XX apreciando en grado sumo estos
valores que estaban a punto de transformarse y/o perder gran parte de su
contenido. El ejército francés comenzó la guerra con pantalones rojos, los
suyos, los que orgulloso había llevado tradicionalmente la tropa, enseña del
honor y gloria francesa… Indumentaria que pronto se demostró inadecuada e
ineficaz: se reemplazó. La caballería inglesa, con su sable en mano, era la
expresión más refinada del arte de la
guerra. Pues bien, de poco servían sus galopadas ante las ametralladoras
alemanas, exactas, asépticas, certeras y sordas al honor del cuerpo a cuerpo
(si se quiere visualizar esto, en la película de Spielberg “War Horse” aparece una carga de este
tipo muy ilustrativa) Certificado de defunción para una guerra en la que el
componente humano tenía más protagonismo y bienvenida a otra mecanizada.
Y para acabar, el relato se
centra en las decisiones que tomaron políticos y militares de alto rango
respecto a los acontecimientos que se presentaron en aquellos días. Los hechos
son el resultado de las dudas, aciertos, errores y decisiones de éstos. Pero
como dice algún actor de la tragedia, los
mandos militares cuando dejan los despachos y se ponen al frente de sus
hombres en el campo de batalla, se
retratan como personas. Únicamente es esa situación la que les hace merecedores
de todas las insignias que lucen en la pechera los días de domingo. La autora
da pinceladas sobre esta cuestión que no se suele reflejar demasiado y que es determinante, de qué están hechos los mandos. Muchos
sólo ordenaban desde la retaguardia, otros asumían su responsabilidad y
compartían la suerte de sus hombres y otros sin poder sobrellevar semejante
peso se suicidaban o se hacían matar. La naturaleza humana.
Personal, subjetivo, fiel, con
toda la verdad de un testigo y la intensidad de una biografía. La inmensa
mayoría de las veces la historia la escriben quienes toman las decisiones
fundamentales que cambian el sentido de la misma, el destino de los
acontecimientos que transforman el mundo… bueno todas esas cosas que se achacan
a los estadistas, políticos y grandes líderes que en el mundo han sido. Cierto,
pero no del todo. ¿Qué sería de las revoluciones sin las masas que las pusieron
en práctica y de los imperios conquistadores sin las tropas que las hicieron
posibles?
Este es el testimonio de uno de
tantos millones de personas a los que no se les pidió opinión para arriesgar su
vida y cambiar la historia de paso. Simplemente son ellos los que la hacen
posible, con o sin su consentimiento. A Louis le llamaron un agosto de hace 100
años y volvió a su casa, 4 años después, habiendo creado historia. Por volver
sano y salvo después de haber sobrevivido a uno de los horrores más grandes
creados por el hombre; por haber formado parte de esa multitud sin voz,
anónimos imprescindibles, que consiguen llevar a la práctica lo que otros
idean; por haber dado testimonio de su experiencia y de la de sus compañeros,
por todo ello, se ha ganado el derecho a ser escuchado y recordado.
En su propuesta de poner por
escrito todo lo que vio y vivió, le guió
el deseo de mostrar aquello que jamás debería ser experimentado por persona
alguna, y aunque no lo consiguió, si contribuyó a escribir la historia de todos
aquellos que no la tienen. Como dice en algún pasaje de sus cuadernos, lo que
el relata, las vivencias, temores y pensamientos de la tropa, no podría haberlo
contado ningún mando. Había que estar allí, junto con sus compañeros para saber
exactamente la dimensión de su experiencia. En este sentido el libro de Louis
es una lectura imprescindible si queremos tener una visión completa del conflicto.
Me gusta pensar que la escritura de sus cuadernos también le ayudó a
sobrellevar esos años de desesperanza, muerte y sinrazón, todos sin atisbos de
gloria.