Película
PUREZA
Josephine Peary
(Juliette Binoche), cansada de esperar la vuelta a casa de su marido Robert
Peary y deseosa de compartir con él las glorias de sus exploraciones en su
camino hacia el polo norte, decide ir en su busca. Esa es la anécdota que da
inicio a la historia, basada en hechos reales.
También se podría decir que el nudo central de la historia lo sustenta
un duelo a muerte entre la fortaleza y la fragilidad, entre naturaleza y
voluntad humana, e incluso podríamos fijarnos en lo que dice Gabriel Byrne en
su papel de explorador. Byrne encarna a uno de esos especiales individuos
dotados de una gran sensibilidad y resistencia, un personaje escasamente
capacitado para las relaciones sociales, que intentando explicar las razones
que le anclan en esos parajes remotos, en condiciones tan duras y en una
sociedad completamente ajena a la propia, él simplemente alega: pureza.
Me atrae
especialmente el relato de la lucha terrible que se entabla entre dos mujeres,
Josephine (Juliette Binoche) y una mujer esquimal (Rinko Kikuchi), y el medio
natural. Entre la voluntad, la energía con
un punto de locura, y la fragilidad del ser humano en situaciones
extremas que impone una naturaleza que se muestre como lo que es una fuerza
insensible y magnífica. El hecho de que sean dos mujeres, provenientes de culturas diferentes, actuando en situaciones
límite, añade un rasgo interesante a la historia.
Aunque la
fragilidad y la fortaleza también son características del otro personaje
fundamental de la peli: la naturaleza ártica. Medio natural duro en cualquier
época del año, se vuelve intratable y asesino en el invierno. Pero, al mismo
tiempo, esa naturaleza fantástica está
mostrando su fragilidad ante el avance de los humanos. Esto resulta evidente si
se compara la situación del Ártico en la época en la que se desarrolla la peli
y hoy.
Isabel Coixet ha
traducido la historia en imágenes de una forma muy hermosa, el trabajo de Jean-Claude
Larrieu (fotografía) es fabuloso. Así ha grabado paisajes infinitos de blancos
cegadores, más que lugares geográficos parecen escenarios en los que dejar
volar la imaginación; trineos oscuros tirados por perros que resplandecen en el
entorno y marcan el camino en el mar blanco; el vestido rojo de la Binoche que
la señala como una nota discordante, una rareza que pide un lugar en un entorno
ajeno.
Hay dos escenas
que por su contenido contrastan y se complementan. En una de ellas, un grupo de
exploradores americanos comen, entre ellos Josephine, y hablan sobre las expediciones
y la colaboración de los Inuit en ellas. La otra, un abrazo largo entre
Josphine y la mujer inuit.
El ritmo de la
historia de la Coixet es el que requiere la acción, dándonos la información en
las dosis adecuadas hasta llegar al final que redondea la peripecia. A todo
ello hay que unir la oportunidad de ver a Juliette Binoche que siempre es un
lujo.
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